Sala B
Del 1 al 16 de diciembre
Martes a viernes de 14 a 19h

Las tres propuestas que conforman la siguiente exposición se presentan como un conjunto que articula sus estrategias poéticas sobre interrogantes que juegan con las distancias de la mirada. Entendida “como un espaciamiento obrado y originario del mirante y el mirado, del mirante por el mirado”[1] donde podemos quedar atrapados y ser testigos simultáneamente.

En las tres instalaciones, Contra el olvido de Lucas Borzi; Cuando ya no arde más nada de Juan Pablo Martín y Museo distorsivo de Juan Manuel Fiuza, la presencia del espectador activa una serie de interrogantes respecto a esa situación de convergencia entre el espacio habitado, el tiempo vivido, y el imaginario propuesto. El resultado es una trama singular de espacio y tiempo en la que nace/surge la posibilidad de diálogos entre experiencias propias reactualizadas por las propuestas de los artistas.

En las instalaciones de carácter transitable, como es el caso, el espectador es invitado a desarrollar una experiencia cambiante/mutante que se activa por quien mira, desplegando un recorrido inédito. Las instalaciones no interpelan únicamente a la mirada del espectador, su cuerpo entero se ve rodeado por la realidad de estas configuraciones artísticas. Estas experiencias no pueden reducirse a la materialidad de un objeto: espacio, tiempo, imágenes, objetos, presencias y ausencias conforman la singularidad de este tipo de obras. Sólo el conjunto organizado permite la experiencia, las partes en sí mismas no pueden ser desmembradas, a riesgo de cancelar la integridad de la obra.

En la línea de lo anterior se aplica que “este espectador/ usuario de la instalación no sólo habita el espacio de la obra sino que lo genera al incluirse en él, posibilitando una transición entre el espacio de la vida cotidiana y el espacio simbólico del arte. Al entrar a formar parte de aquello que es presentado como forma artística, actúa él mismo como arte, adoptando un doble papel: el de sujeto observador y el de objeto de representación. De manera que el que mira, se mira a sí mismo, el que recorre se recorre y se reconoce en y junto a un determinado ‘discurso’”.[2]

Es así que Contra el olvido se propone como la más claramente inmersiva de las instalaciones que aquí se presentan. En esta obra la pintura elude su autonomía original y se vuelve cita en varios aspectos. A primera vista, reconocemos un telón de fondo que activa o recupera la problemática propia del romanticismo, el conflicto entre naturaleza y cultura, por medio de una obra del artista ruso Iván Shishkin: Fallenwindtrees (1888) y suspendido en el centro de la sala, un nido que introduce una actualización más efectiva de la naturaleza. Pero la cita al romanticismo no se agota en el uso de la imagen. El autor recupera en esta pieza de gran escala el gesto de pintar. Un ejercicio meticuloso que lleva consigo la métrica de otro tiempo. De esta forma la pieza se hace fondo y asume la escala que nos ofrece la posibilidad de “entrar” en aquel paisaje de tono místico. La mirada, por lo tanto opera en varios niveles, pero sobre todo nos atrapa en una escena que carece de la urgencia que la contemporaneidad ostenta.

Si avanzamos nos encontraremos con Museo distorsivo y la inquietante posibilidad de reconocernos como espectadores espectados. Si en el caso anterior sentimos la espesura del aire circundante, aquí quedamos atrapados en planos sucesivos. Las imágenes fotográficas nos muestran escenas cotidianas de museo: el público mirando imágenes de otros tiempos. Y en esta propuesta de capas sucesivas que atrapan al que mira, es inevitable sentir en la espalda los ojos de alguien más. Si bien el espacio “real” de la instalación se reconoce sobre los muros, las imágenes promueven una notable expansión del campo simbólico. Por un lado “perfora” los muros ofreciendo una lectura de capas que podrían ser infinitas: personas que miran escenas de un tiempo anterior. A lo que se agrega el uso del teléfono celular como dispositivo de edición de las imágenes apropiadas, extendiendo los alcances de la mirada. Y por el otro la extraña sensación de ser parte de una de esas escenas y sentirnos observados.

Atravesando el umbral que nos conduce a la sala siguiente nos encontramos con el tiempo detenido de Cuando ya no arde más nada. El gélido clima que construyen las ramas quemadas, suspendidas en su deterioro, da cuenta de un proceso que ha quedado en suspenso. Rodeando la escena ritualizada una serie de dibujos al carbón da testimonio de la continuidad del proceso. Con el fuego extinto se abre paso al territorio simbólico, allí donde la imagen arde. El autor nos implica como testigos de una paradoja: el después de la nada cimenta el terreno para las interpretaciones. Una refundación que aloja sus expectativas en el que mira.

Esto no es más que un ejercicio interpretativo acerca de tres obras plásticas que en su complejidad presentan varios nudos para desandar. Lo que sí resulta cierto es que en la trama conceptual que cada artista ofrece, el espectador es una parte constitutiva del sentido de la obra. Un espectador atento a los guiños que cada pieza le regala.

 Prof. Federico Santarsiero / Lic. Guillermina Valent

[1] DidiHuberman, Georges (1997) Lo que vemos, lo que nos mira, Manantial, Buenos Aires, p. 94.

[2] Valesini, Silvina (2015) La instalación como dispositivo escénico y el nuevo rol del espectador. Tesis de Maestría. FBA UNLP, p. 93.